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Tuesday, October 10, 2006

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LA PATAGONIA VISTA POR EL TRADUCTOR DE BORGES AL IDIOMA INGLÉS

En el año 2004 Norman Thomas di Giovanni me envió desde Inglaterra el primer capítulo de su libro “Cruzando el Chubut” (título provisorio), para cuya redacción había venido a la Patagonia al menos en dos oportunidades.
Autorizó además a que difundiese ese capítulo a nivel local.
Norman T. di Giovanni tradujo al idioma inglés numerosos textos de Jorge Luis Borges. Por esta y otras tareas es reconocido a nivel mundial.
A continuación, el capítulo mencionado.



ACERCAMIENTO A LA PATAGONIA

Norman Thomas di Giovanni




Según la Biblia nos toca pasar en este mundo setenta años, pero la mayoría de la gente qué poco ve y qué poco interés muestra por conocer la rica y vasta superficie del globo terráqueo. Henry David Thoreau, un talentoso narrador de viajes, comentó que "El ganso salvaje es más cosmopolita que nosotros; desayuna en Canadá, almuerza en el río Ohio y se arregla las plumas para pasar la noche en un pantano del sur".
Aunque la mayoría de la gente ha oído hablar de la Patagonia, pocos pueden decir con certeza dónde queda; pero si mencionamos Chubut, un distrito de la Patagonia, la gente nos mira sin comprender. Hasta en el mundo de los lectores --potencialmente los mayores viajeros-- parece haber más familiaridad con el Uqbar de Jorge Luis Borges, una región imaginaria de Irak o Asia Menor, que con una localidad real de la Argentina situada unos mil kilómetros al suroeste de la Buenos Aires que Borges tanto amaba. Por lo tanto, Chubut, un punto que cuesta localizar en el mapa, sigue siendo un lugar remoto, un nombre oscuro.
Había estado apuntando hacia ese rincón del mundo durante años, mucho antes de descubrir que había acumulado más que una leve curiosidad sobre el lugar. Hace tres décadas, viví en Buenos Aires, maravillándome de la información que recogía sobre el amplio y variado paisaje argentino, pero en esa época yo estaba demasiado ocupado para apartarme de la lámpara y el escritorio, y mis viajes se limitaban a la consulta de mapas y atlas y a rozar los bordes de la historia del país.
Borges, con quién trabajaba entonces, puede haber puesto en marcha ese proceso. No porque en 1922 él hubiera visitado los yacimientos petrolíferos de Chubut, que describió en un breve poema de su primer libro, sino porque para desentrañar la obra de Borges en español y reconstruirla en inglés --trabajo en el que él y yo estábamos ocupados en ese momento-- exigía que yo me empapara de todo lo argentino. Sin embargo, la Argentina de Borges empezaba y acababa en la ciudad de Buenos Aires y en las ilimitadas llanuras herbosas de la provincia bonaerense. Cuando él hablaba del sur, se refería al sur de su ciudad y su provincia. Soñando ante los mapas, comencé a preguntarme cómo sería el verdadero sur, el sur más allá del mundo de Borges, el sur donde arrancaba la Patagonia.
El viaje empezó de manera totalmente indirecta, en los libros. Lo que me atraía era una extensa región --una cuña de la Argentina y los Andes meridionales de más de 700.000 kilómetros cuadrados-- que desaparecía en el mar más al sur que cualquier otra parte habitable del globo. Pero a diferencia de Bruce Chatwin o --setenta y cinco o más años antes que él-- H. Hesketh Prichard, yo no me moría por descubrir la piel de un animal vivo o muerto hacía mucho tiempo; tampoco viajaba, como W. H. Hudson, buscando nuevas especies de pájaros; ni iba, como hacían muchos periodistas, a tomar té y comer torta con los colonos galeses de Gaiman. Como no andaba detrás de nada en especial, no me guiaba ningún propósito definido; sólo me empujaba la curiosidad. Leía a Darwin, Pigafetta, Bridges, Musters, Falkner, Tschiffely; ojeaba guías de viaje y folletos y libros ilustrados de todo tipo; estudiaba los trabajos de cronistas, viajeros, exploradores, hidrógrafos, comisarios de frontera, montañeros e historiadores. Avanzaba a paso de tortuga: un proceso puro, casi abstracto.
Entonces, en 1996, la embajada argentina en Londres me pagó para que organizara mis lecturas. Se me pidió que compilara un folleto para acompañar una exposición que señalaría los vínculos entre la Patagonia y Gran Bretaña, una relación que se remontaba a 1578, el año en que Sir Francis Drake buscó fondeaderos a lo largo de esa costa del sur durante su viaje épico alrededor del mundo. El trabajo me hizo volver a visitar el Viaje del Beagle, y esta vez, al llegar a la famosa recapitulación de Darwin en las páginas finales del libro --su mirada retrospectiva a "cinco años de andanzas"--, me invadió una añoranza imposible por un paisaje que nunca había visto.

Al evocar imágenes del pasado [había escrito Darwin], descubro que las llanuras de la Patagonia pasan con frecuencia por delante de mis ojos; no obstante, se considera que esas llanuras son horribles e inútiles. Sólo se las caracteriza con rasgos negativos; sin viviendas, sin agua, sin árboles, sin montañas, no mantienen más que unas pocas plantas enanas. ¿Por qué, entonces --no soy el único que tiene esta sensación--, esos yermos áridos se han apoderado tanto de la memoria?

Algo en esas palabras, algún eco vago, me hizo hurgar a ciegas en mi pequeña biblioteca.
Tiempo antes, en una librería de viejo porteña, había comprado el pequeño volumen de Hesketh Prichard. Lo tuve que comprar sólo por el título: Through the Heart of Patagonia (A través del corazón de la Patagonia). En 1900, cuando tenía veintitrés años, el autor fue puesto al frente de una expedición para determinar si el prehistórico milodonte, u oso perezoso gigante, sobrevivía en los bosques primitivos del sur de los Andes. No lo encontraron, y las raíces de esa fantasía huelen más a Steven Spielberg que a ciencia adulta. Pero en esa época aún había inmensas extensiones de tierra patagónica sin explorar, y las autoridades serias, entre ellas el director del British Museum of Natural History, mantenían una actitud abierta. C. Arthur Pearson, propietario del recién fundado Daily Express, financió la expedición. Desde septiembre de 1900 hasta mayo de 1901 --empezando con un carro, una tropa de sesenta caballos y otros siete hombres-- el joven Hesketh Prichard recorrió, peinó y rastreó la Patagonia a lo largo y a lo ancho, desde Trelew hasta Río Gallegos. Fue un viaje de unos tres mil kilómetros. Gracias a su tenacidad, todos nos hemos enriquecido. Primero, la ciencia descubrió de una vez por todas que no sólo no había ningún oso perezoso peludo y con armadura córnea en las tupidas laderas de la Cordillera sino que también había una extraña ausencia de vida animal en aquellos bosques. Segundo, la geografía se vio enriquecida por el descubrimiento de un río y un lago que hasta ese momento no figuraban en el mapa. Tercero, la zoología se benefició con la piel de una nueva forma de puma que Hesketh Prichard envió al British Museum. (Después tanto el lago como la subespecie de puma recibieron el nombre de Pearson.) Cuarto, los lectores han contado desde entonces con una magnífica historia de viajes, aventuras y exploración. Cuando releí el libro, después de casi un cuarto de siglo, me asombró descubrir que la mayoría de las imágenes que conservaba de la Patagonia y que durante mucho tiempo me habían estimulado --las que evocaban a la perfección el pasaje en Darwin-- eran las que había encontrado por primera vez en Through the Heart of Patagonia. No había olvidado el libro, pero sí había olvidado cuánto le debía.
El trabajo en el folleto para la embajada argentina también me hizo conocer The Desert and the Dream (El desierto y el sueño), el potente estudio de Glyn Williams sobre los galeses en Chubut. Al llegar a ese punto, todo se aceleró. Williams me mostró que el Dragon Rojo trasplantado no sólo era pintoresco. El historial de esos colonizadores --los primeros que se establecieron de manera permanente en la Patagonia-- es único en los anales de la emigración europea; sus adversidades y sus triunfos han sido auténticamente heroicos. Pero lo que me conmovió de su historia fue otra cosa, algo que no pude definir de inmediato. Quizá era su aislamiento; quizá la manera en que se aferraban a su idioma y su cultura; quizá su rectitud en lo que había sido una frontera sin ley. Esa gente tenía todo en contra. Mi reacción era tal vez meramente subjetiva, intuitiva. Como hijo y nieto de emigrantes y también emigrante, ¿acaso pensaba que esos soñadores galeses podían en cierto modo arrojar luz sobre el desarraigo centenario mío y de mi familia?
Me quedé pensando. Algunas percepciones son buenas, pero también tontas y hasta peligrosas si no dan en el clavo. En Londres conocí a los miembros de un coro que venía de Chubut. Tenían voces galesas, llevaban apellidos españoles e italianos, rezumaban generosidad argentina y no hablaban inglés. Curioso. Quería saber más. Entonces, viendo ya con un poco más de claridad, me di cuenta de que la Patagonia era demasiado grande. También comprendí que la fascinación romántica por una naturaleza sin límites --interminables yermos pedregosos, enmarañados bosques o espesuras montañosas-- no bastaría para mantener mi interés durante mucho tiempo. La Patagonia de Hudson y la descripción de sus días de ocio pasados allí durante todo el invierno de 1871 me lo hicieron comprender. Para mi gusto, su libro pierde interés cuando se pone a teorizar o cuando relata sus solitarias excursiones a caballo para estudiar los pájaros. Pero cuando se ocupa de otras personas y de episodios de la historia anterior del lugar --y sobre todo el primer capítulo, que cuenta su naufragio y desembarco en la costa de Río Negro-- nuestra atención no se distrae en ningún momento.
Así que si quería ver mi Patagonia, tendría que reducirla a un tamaño razonable y poblarla bien: no sólo con pintorescos bichos raros, como los personajes reunidos o inventados por Chatwin, sino con personas de verdad que vivieran una vida de verdad. Y finalmente, por si acaso, también quería un trozo de historia.
Chubut parecía ofrecer todo eso. Treinta años de ociosa abstracción llegaron a su fin; sentía una auténtica necesidad de viajar. Sólo necesitaba un mecenas.


Tìtulo original: “The Reach of Chubut”
Traducción de
Marcial Souto

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